Una tarde en Urgencias I

Uno de los espacios del Hospital Materno Infantil de Granada donde leemos habitualmente es el Servicio de Urgencias. Los oyentes son allí muy dispares, por la edad, el estado físico y los motivos que los han conducido hasta el hospital. A diferencia de lo que ocurre en otros espacios del propio hospital, las familias están siempre presentes, son inevitablemente parte de las lecturas, lo que crea una situación inusual, importante para todos. Queremos dar cuenta, en sucesivas entradas, de las impresiones de los voluntarios y las voluntarias que leen en ese lugar. Comenzamos con la crónica de Manolo de su experiencia de hace unos días.

*

Nada más entrar en las urgencias del Hospital Materno Infantil, unos minutos después de las seis, vimos, en la primera sala, a un niño tirado por el suelo, aparentemente haciendo bodysurf; nos pareció extraño y seguimos adelante. La segunda, al calorcillo de las máquinas de refrescos, estaba atestada; no encontramos aparcamiento para el carrito de los libros, así que de nuevo seguimos adelante. Quedaba, pues, la tercera como base de operaciones; y fue una buena elección.

Allí Adriana, una niña de dos años y medio, abrió los ojos como platos al vernos entrar. O tal vez fuera al ver llegar los libros. Me senté con ellos en seguida y comenzamos a leer, uno tras otro, La pequeña oruga glotona, Pluma y tapón, ¿Qué tiene, señor Coc?… Entre uno y otro me acerqué, unas sillas más allá, a Julia, también de dos años, que estaba acurrucada con su madre y, al parecer, dolorida; no quiso mucho trato conmigo, pero tampoco dejaba de mirar a los libros, así que le dejé dos para que los fuera trasteando y le dije que después volvería por si quería decirme algo sobre ellos. Recuperé el sitio junto a Adriana a tiempo para saludar a León, que acababa de llegar.

A todo esto, Cristina, otra de nuestras compañeras, se había ido a la primera sala, la del niño surfista, donde resultó que había un crío francés con sus padres, también franceses. Parece ser que llevaban unos días de vacaciones por Andalucía, y el niño llevaba los mismos días enfermo, de hospital en hospital. Ante tan mala suerte, hubo de ser un buen consuelo encontrarse con una lectora que no solo habló con ellos un rato en su idioma, sino que leyó para el pequeño algunos libros en traducción improvisada.

Vuelvo a la tercera sala. La llegada de León fue muy celebrada; los padres de Adriana, sorprendidos, aseguraron que así es como se habría llamado su hija de haber nacido varón. En un momento, habíamos formado un grupo de nuevos amigos con dos niños, dos matrimonios y un lector.

León, con su melenita de ídem, es un niño muy listo. No llegué a preguntarle, pero debía de tener entre dos y tres años. Le propuse que nos acercáramos juntos al carrito para buscar algún libro de animales en el que, con suerte, podría salir algún león; pero, después de mirar un poco, no vimos ninguno. Entonces él, desde un lado del carro, me dijo: «Mira, aquí sale un león, veo la cola». Y, ciertamente:

… tal y como él lo veía desde el lateral del carrito, bien podía ser un león.

Por suerte, no se decepcionó al ver que era una vaca; cogimos ese álbum y varios de la serie de Poussier sobre Leo, y nos dispusimos a leer. Antes avisé a Julia, que, ya seducida por los libros que le había dejado un rato antes, se unió al grupo. De este modo, Julia, Adriana, León y yo comenzamos a leer La piscina; sus padres y madres miraban atentos y se relajaban.

Al tiempo de acabar el libro llegó una hornada de niños recién salidos de diversos percances y enfermedades: Josué, muy independiente, se fue directo al carrito, cogió los Cuentos silenciosos y se sentó a leer; lo mismo hizo otro niño del que no llegamos a saber el nombre, que se había doblado una mano jugando al fútbol de portero pero sujetaba Pequeño Azul y Pequeño Amarillo con la otra; ambos leían con sus padres. También llegó en ese momento María, que se pasó un buen rato leyendo con nuestra compañera Cristina, que ya se había despedido del chico francés.

Yo estaba en el grupo que ahora lideraba Adriana, que, en su condición de veterana de la tarde, iba explicando a los demás el trayecto de la pequeña oruga glotona a través de los agujeritos de las páginas. ¡Qué maravilla!


Hubo aún algunos niños más, y otras tantas historias. Los padres de Julia nos dejaron a su hermana mayor, Claudia, de cuatro años, mientras ellos entraban a consulta. Bueno, no a nosotros, sino al monstruo que se comió la oscuridad, con el que estaba hipnotizada.

Un poco antes de acabarse el tiempo de nuestras lecturas, los padres de Adriana se habían despedido de nosotros así: «Qué habría sido de nosotros esta tarde de no ser por los libros; hacéis que una tarde en el hospital se convierta en algo memorable; enhorabuena».

Manolo

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